
Con el sorteo extraordinario de la Lotería de Navidad acabamos de dar comienzo a estas fiestas navideñas. La mayoría de nosotros habrá jugado algún que otro décimo solo o compartido con otros, con la esperanza de encontrar ese golpe de suerte que le retire de trabajar, o al menos le dé para tapar algún “agujero” o algún que otro capricho. Suele ser habitual escuchar a través de los medios de comunicación pequeñas entrevistas con los agraciados, los cuales colmados de alegría, expresan sus intenciones sobre dónde invertirán el dinero ganado. Rara vez se oye comentar que el fin sea distinto del enriquecimiento personal o, como mucho, del de ayudar a algún familiar cercano. ¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a compartir el premio con personas necesitadas o incluso a entregarlo en su totalidad?
Resulta paradójico que, mientras que en este tiempo se suele hablar del “espíritu navideño” para referirse a la generosidad de todos, la mayoría de nosotros lo comencemos con un acto de puro egoísmo.
Justamente la Navidad, entendida ésta como la festividad del nacimiento de Jesucristo, es el mayor acto de generosidad que jamás se haya contemplado. El apóstol san Pablo escribiendo a los creyentes en la ciudad de Corinto les dice: “Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre siendo rico, para que vosotros con su pobreza fuerais enriquecidos” (2ª Corintios 8:9).
La gracia nos habla de generosidad; es el otorgamiento de un don o favor inmerecido. La gracia procedente de Jesucristo tiene un fin concreto, enriquecer a sus receptores. Sin embargo, esta transacción tuvo un alto coste para Él, pues siendo rico, se nos dice, debió desprenderse de todo y hacerse pobre.
El estado natural de toda persona frente a Dios es el de una pobreza espiritual absoluta, tanto que la Biblia afirma que todos estamos muertos en nuestras transgresiones y pecados (Efesios 2:1-7). Ellos nos separan de Dios e impiden que podamos relacionarnos con Él, y son la causa de todos los conflictos que sufrimos, tanto los externos como los que se producen en nuestro propio interior.
El deseo de Dios, quién nos creó, ha sido siempre el de poder relacionarse con nosotros. Por ello, para derribar la barrera que lo impedía, toma la iniciativa enviando a su Hijo en forma humana en la persona de Jesús de Nazaret. Jesús dejó su trono de gloria en los cielos para nacer de manera completamente humilde y pobre, con el propósito de morir en lugar nuestro, cargando sobre sí el castigo que nuestros pecados merecían. Se ofrece al Padre como el sacrificio perfecto y definitivo que podría limpiarnos de ellos.
Jesús, aunque muere en una cruz romana acusado injustamente, lo hace bajo el designio de Dios Padre y no de manera accidental. Tres días después de morir, Jesús se levantó de la tumba, hecho completamente insólito, poniendo así el sello de autenticidad a su mensaje y como prueba de la aceptación de su sacrificio al Padre.
Probablemente este año tampoco te habrá tocado la lotería, pero Dios te ofrece la oportunidad de experimentar el mayor enriquecimiento personal de tu vida. No tienes que entrar en un sorteo para ganarlo, solo recibirlo por gracia, gratis, por el inmenso amor de Dios por ti (Juan 3:16). Todas las riquezas que podamos conseguir a lo largo de nuestra vida son pasajeras y finalmente se quedarán aquí, pero las que Jesús te ofrece trascienden por la eternidad.
Miguel Ángel Simarro Ruiz