
Si bien es verdad que muchas veces no nos escuchamos unos a otros como deberíamos, la máxima atención es puesta en el empeño de no olvidar nada de lo que dice alguien que, por ejemplo, va a hacer un largo viaje quizá sin retorno, o que está en el lecho de la muerte a punto de partir de este mundo.
Un grupo de hombres estaba escuchando las últimas palabras de otro. Poco antes de ser arrestado, poco antes de ser crucificado, poco antes de morir, Jesús celebró una cena con sus discípulos, y en ese encuentro, además de servirles lavándoles los pies, los animó y les dio una serie de instrucciones. Y cual cuidadoso anfitrión, y en tales circunstancias, tenía preparado un regalo para ellos: «Os dejo la paz, mi paz os doy. […]» (Juan 14:27). Es impresionante y al mismo tiempo estremecedor pensar que Jesús, en sus últimos momentos, ante una muerte anunciada, la suya, sabiendo todo el sufrimiento físico y moral al que tendría que enfrentarse, está ahí, preocupándose por los suyos y pensando en dejarles un regalo muy especial. ¡Qué corazón el de Jesús!
«Os dejo la paz, […]». La paz es la provisión de Jesús para los suyos, ahora que ellos se iban a quedar solos, sin su presencia física. Acababan de saber que entre ellos había un traidor que entregaría al Maestro, aunque no sabían cómo iba a suceder todo esto. Jesús estaba reiterando que se iba, y ellos no sabían cómo podían seguirle, porque no conocían el camino, aunque lo tenían delante, y no solo el Camino, sino la Verdad y la Vida (Juan 14:6). La traición, la debilidad y la incerticumbre llenaban de intranquilidad y desasosiego los corazones de aquellos inseguros discípulos. Pero ahí estaba Jesús, a punto de ser traicionado, entregado, arrestado, juzgado como un criminal y además de forma ilegal, para finalmente sufrir la muerte más cruel y vergonzosa, la de la cruz, ocupándose de la tranquilidad interior de los suyos, que aunque indefensos, débiles, confundidos y turbados, iban a recibir el regalo de la paz, la propia paz de Jesús para ellos.
Alguien dijo que esta paz, la de Jesús, es un legado y un tesoro, y que se define como «aquella ausencia de inquietud espiritual y aquella seguridad de salvación y de la presencia amorosa de Dios bajo toda circunstancia que resulta del ejercicio de la fe en Dios y en su Hijo y de la contemplación de sus misericordiosas promesas».
Es fácil pensar que esta paz se tratase de un saludo, el típico «shalom» que se intercambiaba a modo de salutación. Pero Jesús le da una profundidad intencional a esa palabra, «[…], mi paz os doy». Jesús no les da la paz tal como se conoce popularmente, que depende de las circunstancias externas, sino que les da su propia paz, la cual, a pesar lo que ocurra en el exterior, mantiene a la persona en tranquilidad interna y confianza segura precisamente en la fuente de dicha paz, Jesús mismo, el Príncipe de paz.
El capítulo siguiente de la vida de Jesús era ineludible para que esta paz pudiera ser disfrutada por aquellos temerosos hombres, aunque no solo por ellos, sino también por todos los que habrían de creer en Jesús. Ese siguiente capítulo era la cruz. Allí Jesús compró la paz para ellos y también para nosotros. Allí Jesús fue hecho maldición por Dios Padre, para que todos aquellos que arrepentidos de su pecado y creyendo en él como el Hijo de Dios, sean llenos de esa paz, paz que hace posible una relación con el Dios del cielo, sin acusación, sin juicio, sin condena, porque Jesús ya fue acusado, juzgado y condenado en nuestro lugar. Él pagó toda esa deuda que gritaba en contra de nosotros. Él cumplió con la justicia de Dios. Y así, el pecador que se reconoce como tal y que deposita toda su confianza en la muerte de Jesús en su lugar, ve restaurada su amistad con Dios. Dios así lo dice: «Así que Dios nos aprobó gracias a la fe, y ahora, por medio de nuestro Señor Jesucristo, hay paz entre Dios y nosotros.» (Romanos 5:1).
Sin esta paz, la paz con Dios, es imposible la existencia de cualquier otra paz, a saber, paz con uno mismo, paz con los demás. La razón es sencilla: Dios es el Supremo Juez. Nadie está por encima de él. Si estamos en paz con él, fluye la paz hacia todas las demás relaciones. Lo contrario es igualmente cierto.
Esta paz que Jesús le brinda a aquel grupo de hombres en aquella noche singular solo era posible porque, a pesar de su débil fe, ellos habían creído que Jesús era el Ungido de Dios, el esperado, el Hijo del Dios viviente. Y a pesar de sus dudas, a pesar de su vacilación, ellos siguen creyendo en Jesús.
Por eso, la paz que iba a ser ganada en la cruz pocas horas después, la paz de Jesús, iba a ser suya. Y es por eso que también Jesús mismo les reclama y les exige: «[…]. No viváis angustiados, ni tengáis miedo.» (Juan 14:27). Solo por medio de la paz de Jesús, la cual se obtiene por la fe en el Hijo de Dios, es posible vivir sin angustia, sin estrechez emocional, sin miedo. Porque todo está en orden con Dios. Y cualquier cosa que acontezca aquí, en esta vida, por conflictiva que sea, no deberá crear desasosiego en los corazones de aquellos que tienen la paz de Jesús, pues Dios está al control, e igual que Jesús logró la victoria en la cruz, sus seguidores también saldrán victoriosos.
Preciosas y profundas palabras de Jesús aquella misma noche: «Os he dicho todo esto para que, unidos a mí, encontréis paz. En el mundo tendréis sufrimientos; pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo.» (Juan 16:33).
Elisabeth Ramos