¿Qué puedo hacer para ir al cielo? ¿Cómo puedo ser salvo? ¿Me ayudará el ser una buena persona, ser rico, famoso, estimado, valiente? Quién no se ha hecho alguna vez estas preguntas. La historia bíblica de un hombre llamado Naamán que se encuentra en 2 Reyes 5:1-15, puede ayudarnos a responder dichas cuestiones. Te invito a que antes de leer este artículo, leas primero el pasaje bíblico aquí
Cuando crees que lo tienes todo pero no tienes nada.
No cabe duda de que Naamán era un hombre con un impresionante currículum. Era general del ejército de Siria. Hombre muy estimado por su rey y que gozaba de gran popularidad. Una persona valiente en extremo (v.1). Al parecer, también un hombre muy rico (v.5). La Biblia nos lo presenta como una persona que había logrado alcanzar lo que muchos sueñan tener hoy en día: poder, fama, prestigio, dinero, éxito… Pero, de repente, después de que se nos ha detallado sus grandes logros, se nos dice que Naamán era leproso (v.1).
Cuando sabes que te estás muriendo y no puedes hacer nada para evitarlo.
Aunque aparentemente tenía todo lo que una persona podría desear, Naamán se estaba muriendo. Tenía una enfermedad que le estaba quitando la vida poco a poco y él no podía hacer nada para evitarlo. La lepra es una de las enfermedades más mencionadas en la Biblia. Una de las más aterradoras, repugnantes y temidas en el mundo antiguo. Las posibilidades de que un leproso pudiera ser curado eran muy pocas. De hecho, en todos los relatos bíblicos en que leprosos fueron sanados, se debió a un acto milagroso. Por tanto, Naamán lo tenía muy complicado.
Cuando tus éxitos en la vida no pueden garantizarte tu salvación.
Un día Naamán fue informado de que en Samaria había un hombre que podría sanarle, y puso rumbo a aquel lugar. Pensó que sus contactos en las altas esferas, su estatus social, su prestigio, su dinero… podrían abrirle las puertas para conseguir lo que tanto anhelaba. Es evidente que él creía que el Dios de Israel era como los dioses de las demás naciones, que si se le ofrecía ciertas cosas otorgaría grandes bendiciones. Naamán buscaba a un dios que se amoldara a sus necesidades. Pero pronto iba a descubrir que el Dios de Israel no funciona de esa manera. Que es un Dios de gracia y que, por tanto, todo lo que él nos da es un regalo que recibimos sin merecerlo.
Cuando estamos de rodillas es cuando somos más grandes.
Antes de que Naamán descubriera qué clase de Dios era el Dios de Israel, primero fue necesario que él se pusiera de rodillas, es decir, estuviera dispuesto a humillarse y aceptar las condiciones de Dios. Cuando llegó a Samaria ni le gustó cómo le recibieron (v.9), ni mucho menos el mensaje que le dieron (v.10-13). Naamán se enfadó. ¿Por qué? Porque no podía aceptar que su sanación fuese algo que pudiera recibir gratuitamente, sin haber dado nada a cambio. No fue hasta que él se presentó ante Dios con sus manos vacías y con humildad, que él pudo ser sanado. Su prestigio, su poder, su estatus social, su dinero, no servían para influenciar en Dios.
Cuando hacemos las cosas a la manera de Dios, hallamos perdón y salvación.
Esta historia bíblica nos ilustra de manera muy clara que la salvación es un regalo que se recibe por la gracia de Dios. Nada de lo que podamos hacer, nada que podamos ofrecer a Dios servirá lo más mínimo para hacernos merecedores de su salvación y poder entrar en el cielo. Si Naamán fue sanado se debió a que él admitió su necesidad, así como su incapacidad e imposibilidad para salvarse por sus propios méritos y esfuerzos. De igual manera tenemos que hacer tú y yo si queremos recibir la salvación. No se trata de hacer cosas, sino de creer en el Hijo de Dios, Jesucristo. “Cree y serás salvo” (Hechos 16:31; Romanos 10:9).
Querido amig@, de todas las enfermedades que han existido a lo largo de la historia de la humanidad, la mayor de todas es el pecado, el cual nos lleva a todos a una muerte segura e inevitable. El pecado nos condena a todos porque todos hemos pecado y merecemos morir por ello (Romanos 3:23; 6:23). Pero por medio de la fe en Cristo Jesús y debido a su gracia, somos salvos (Efesios 2:8-9). Pero para ello tenemos que acercarnos a Dios con las manos vacías, con un corazón humilde y arrepentido, y creyendo que sólo Él puede limpiarnos, perdonarnos y salvarnos. Es entonces cuando estaremos en condiciones para poder acceder al cielo una vez hallamos dejado este mundo terrenal.
Benjamín Santana Hernández